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“¡Ah! No quisiste dejarme besar tu boca , Yokanaán. Pues bien: ahora la besaré. La morderé con mis dientes como se muerde una fruta madura. Sí besaré tu boca, Yokanaán. Te lo dije, ¿no es cierto? Te lo dije. Pues bien: ahora la besaré... Pero ¿Por qué no me miras, Yokanaán? Tus ojos, que eran tan terribles, que estaban tan llenos de cólera y desprecio, están cerrados ahora. ¿Por qué están cerrados? ¡Abre tus ojos! Alza tus párpados, Yokanaán. ¿Por qué no me miras? ¿Me tienes miedo, Yokanaán, cuando no puedes mirarme?... Y tu lengua, que era como una roja serpiente arrojando veneno, no se mueve ya, no dice ahora nada. Yokanaán, esa víbora roja que vomitó su veneno sobre mí. Es raro, ¿verdad? ¿Cómo es que la víbora roja ya no se mueve? No quisiste nada de mí, Yokanaán. Me rechazaste. Me dijiste cosas infamantes, me trataste como a una cortesana; como a una ramera, ¡a mí, Salomé, hija de Herodías, princesa de Judea! Pues bien, Yokanaán: yo sigo viviendo y tú, en cambio, estás muerto y tu cabeza me pertenece. Puedo hacer con ella lo que quiera. Puedo arrojársela a los perros y a las aves. Lo que dejen de ella los perros se lo comerán las aves... ¡Ah! Yokanaán, Yokanaán, has sido el único hombre a quien he amado. Todos los demás me dan asco. Pero tu eras bello. Tu cuerpo era una columna de marfil sobre un pedestal de plata. Era un jardín lleno de palomas y de lirios de plata. Era una torre de plata adornada con escudos de marfil. No había en el mundo nada tan blanco como tu cuerpo. No había en el mundo nada más negro que tus cabellos. En el mundo entero no había nada tan rojo como tu boca. Tu boca era un incensario que esparcía extraños perfumes, ¡y al mirarte oía yo una música singular! ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Yokanaán? Escondiste tu rostro detrás de tus manos y de tus blasfemias. Pusiste en tus ojos la venda del que anhela contemplar a su Dios. Pues bien: ya has visto a tu Dios, Yokanaán... Pero a mí... a mí... no me has visto nunca. Si me hubieras visto, me habrías amado. Yo te he visto, Yokanaán, y te he amado. Y te amo aún, Yokanaán. Te amo a ti... Tengo sed de tu belleza y hambre de tu cuerpo. Y ni el vino ni las frutas pueden apaciguar mi deseo. ¿Qué voy a hacer ahora, Yokanaán? Ni los ríos ni los bastos mares podrían extinguir mi pasión. Yo era una princesa y tú me despreciaste. Era una virgen y me desfloraste. Era casta y llenaste mis venas de fuego... ¡Ah! ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Yokanaán? Si me hubieras mirado, me habrías amado. Sé muy bien que me habrías amado, y el misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte. Sólo hay que mirar el amor.”
“¡Ah! He besado tu boca, Yokanaán, he besado tu boca. Había un sabor acre en tus labios. ¿Era el sabor de la sangre?... Quizás era el del amor. Dicen que el amor tiene un sabor acre... Mas ¿Qué importa? ¿Qué importa? He besado tu boca, Yokanaán, he besado tu boca.”

(“Salomé”, Oscar Wilde)

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“¡Ah! No quisiste dejarme besar tu boca , Yokanaán. Pues bien: ahora la besaré. La morderé con mis dientes como se muerde una fruta madura. Sí besaré tu boca, Yokanaán. Te lo dije, ¿no es cierto? Te lo dije. Pues bien: ahora la besaré... Pero ¿Por qué no me miras, Yokanaán? Tus ojos, que eran tan terribles, que estaban tan llenos de cólera y desprecio, están cerrados ahora. ¿Por qué están cerrados? ¡Abre tus ojos! Alza tus párpados, Yokanaán. ¿Por qué no me miras? ¿Me tienes miedo, Yokanaán, cuando no puedes mirarme?... Y tu lengua, que era como una roja serpiente arrojando veneno, no se mueve ya, no dice ahora nada. Yokanaán, esa víbora roja que vomitó su veneno sobre mí. Es raro, ¿verdad? ¿Cómo es que la víbora roja ya no se mueve? No quisiste nada de mí, Yokanaán. Me rechazaste. Me dijiste cosas infamantes, me trataste como a una cortesana; como a una ramera, ¡a mí, Salomé, hija de Herodías, princesa de Judea! Pues bien, Yokanaán: yo sigo viviendo y tú, en cambio, estás muerto y tu cabeza me pertenece. Puedo hacer con ella lo que quiera. Puedo arrojársela a los perros y a las aves. Lo que dejen de ella los perros se lo comerán las aves... ¡Ah! Yokanaán, Yokanaán, has sido el único hombre a quien he amado. Todos los demás me dan asco. Pero tu eras bello. Tu cuerpo era una columna de marfil sobre un pedestal de plata. Era un jardín lleno de palomas y de lirios de plata. Era una torre de plata adornada con escudos de marfil. No había en el mundo nada tan blanco como tu cuerpo. No había en el mundo nada más negro que tus cabellos. En el mundo entero no había nada tan rojo como tu boca. Tu boca era un incensario que esparcía extraños perfumes, ¡y al mirarte oía yo una música singular! ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Yokanaán? Escondiste tu rostro detrás de tus manos y de tus blasfemias. Pusiste en tus ojos la venda del que anhela contemplar a su Dios. Pues bien: ya has visto a tu Dios, Yokanaán... Pero a mí... a mí... no me has visto nunca. Si me hubieras visto, me habrías amado. Yo te he visto, Yokanaán, y te he amado. Y te amo aún, Yokanaán. Te amo a ti... Tengo sed de tu belleza y hambre de tu cuerpo. Y ni el vino ni las frutas pueden apaciguar mi deseo. ¿Qué voy a hacer ahora, Yokanaán? Ni los ríos ni los bastos mares podrían extinguir mi pasión. Yo era una princesa y tú me despreciaste. Era una virgen y me desfloraste. Era casta y llenaste mis venas de fuego... ¡Ah! ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Yokanaán? Si me hubieras mirado, me habrías amado. Sé muy bien que me habrías amado, y el misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte. Sólo hay que mirar el amor.”
“¡Ah! He besado tu boca, Yokanaán, he besado tu boca. Había un sabor acre en tus labios. ¿Era el sabor de la sangre?... Quizás era el del amor. Dicen que el amor tiene un sabor acre... Mas ¿Qué importa? ¿Qué importa? He besado tu boca, Yokanaán, he besado tu boca.”

(“Salomé”, Oscar Wilde)