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Después de tantos años por fin iba a hacerlo. Cumplir mi sueño. Ya no recordaba la primera vez que había pensado en ello. Tanta frustración, tanta rutina. Cada paso que daba a lo largo de ese interminable puente me acercaba más al final de mi pasado. Las cordilleras que se alzaban imponentes a mi alrededor serían cómplices de mi oscuro deseo. La mayor de las pasiones del hombre. El mayor de sus miedos. Por fin, tras una larga mañana de camino, había llegado al lugar preciso.

Me había decidido a hacerlo una semana atrás, cuando sentí que no podía contenerme más. Sólo pensarlo hacía que mi cuerpo cansado se entumeciese y excitase, joven de nuevo. Tantos años de anhelo, deseándolo como la primera noche de sexo, necesitándolo como el latir de mi corazón, ahora cada vez más frenético, más acelerado. Había creído que cualquier sitio valdría, que sería suficiente para terminar con esa espera. Pero me equivoqué, y lo supe cuando por fin entendí que tenía que hacerlo. No serviría ningún puente de la ciudad. Aquello era un acto puro, algo que sólo me concernía a mí. Era mi libertad, tras tantos años de secreto deseo. Si alguien más lo contemplaba la ilusión se rompería. Además podrían tratar de detenerme; no serían capaces de soportar que yo cumpliese mi sueño, el sueño de todos. Así que decidí que debía ser en un sitio íntimo en el que sólo me contemplase el cielo, envidioso de mi suerte. Y así llegué hasta el puente, perdido entre aquellas altas cordilleras en las que el único sonido que perturbaba su místico silencio eran los ecos de mis torpes pasos a través de sus sendas. Notaba cómo mi vida volvía a mi cuerpo, recorriéndolo con su dulce esencia una vez más, mientras aseguraba la firme pero flexible cuerda, primero a la madera de la barandilla y después entorno a mi cuerpo. Dieciocho años. Por primera vez desde que los alcanzara la semana anterior, me sentía en ellos. El peso que me encorvaba el alma se había aligerado, casi desaparecido. Todo mi cuerpo me pedía que lo hiciera, que terminara con la eterna espera. Con una calma ceremoniosa, me coloqué sobre la barandilla. El viento soplaba con furia a mi alrededor, y temí caer. Pero me mantuve firme. No debía ser así, nunca un accidente. Lo había planeado durante años, visualizando cada movimiento: debía ser perfecto. Sonreí para mí, y vi cómo mi libertad me respondía con un sonoro silbido mientras otra fría brisa jugueteaba con mis cabellos, haciéndolos bailar al son de su inaudible música. Allí estaba, al fondo del valle, a un único paso. Pero aquel era el más difícil de todos, mucho más que recorrer los angostos senderos de la sierra arrullada por las estrellas. Era el último. Inspiré hondo y dejé que el fresco aire de la mañana inundara mis pulmones, tratando a mi cuerpo como un bálsamo. Mis dedos dejaron de temblar, y mi corazón se relajó. Estaba lista. Cerré los ojos, levanté los brazos formando una cruz, y me incliné hacia delante, dejándome caer.

Una sensación de vértigo se apoderó de mi estómago cuando mi cuerpo se desequilibró inevitablemente y me precipitó al fondo del abismo, hacia el valle. Noté cómo el aire se rasgaba mientras descendía a una velocidad escalofriante. La adrenalina se disparó en mi cuerpo, recorriendo cada célula de mi piel como una fuerte descarga eléctrica. Me sentía capaz de todo, viva. Trataba de mantener los ojos abiertos, pero la violencia del viento me obligaba a cerrarlos y empujaba mis brazos, firmemente posicionados a los lados del cuerpo, desplegados como si fuesen alas. Las alas de la libertad. Dejé que ésta me impregnara, sabedora de que tal vez nunca más volvería a sentirla tan salvaje, tan pura. Volaba. Mi cuerpo, que caía exento de las ataduras de la tierra. Y mi mente, evadida del mundo en una orgía de excitación y terror. Noté, sin verlo, cómo el suelo se aproximaba cada vez más a mí, y me sentí como un halcón que se lanza en picado, desafiando el miedo, hacia su presa. El rey de los cielos. Sonreí interiormente, mientras recorría los últimos metros de mi descenso. Yo ya había alcanzado mi presa, mi sueño: liberarme de las últimas cadenas de los hombres, cruzar el límite y volar.

La cuerda se tensó y noté cómo exhalaba en un golpe seco el poco aire que quedaba en mis pulmones. Agotada, me rendí a su suave vaivén, cada vez más tenue, hasta que por fin quedé colgada bocabajo a varios metros del suelo. Con cuidado, sujetándome a la cuerda, me incorporé, liberé mi tobillo y me impulsé, aún cogida a ella, hacia el suelo, hasta llegar a una altura suficientemente baja como para saltar.

Mis pies volvieron a tocar la tierra y mi cuerpo volvió a encadenarse a la vida de los hombres. Pero ahora todo era distinto. Había cruzado el límite, nada me impedía volver a vivir. Aunque yo hubiese vuelto a la cárcel de la humanidad, en mi alma aún perduraba el delicioso sabor de la libertad, el sueño de los sueños, el cielo de los hombres, el placer de volar.

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Después de tantos años por fin iba a hacerlo. Cumplir mi sueño. Ya no recordaba la primera vez que había pensado en ello. Tanta frustración, tanta rutina. Cada paso que daba a lo largo de ese interminable puente me acercaba más al final de mi pasado. Las cordilleras que se alzaban imponentes a mi alrededor serían cómplices de mi oscuro deseo. La mayor de las pasiones del hombre. El mayor de sus miedos. Por fin, tras una larga mañana de camino, había llegado al lugar preciso.

Me había decidido a hacerlo una semana atrás, cuando sentí que no podía contenerme más. Sólo pensarlo hacía que mi cuerpo cansado se entumeciese y excitase, joven de nuevo. Tantos años de anhelo, deseándolo como la primera noche de sexo, necesitándolo como el latir de mi corazón, ahora cada vez más frenético, más acelerado. Había creído que cualquier sitio valdría, que sería suficiente para terminar con esa espera. Pero me equivoqué, y lo supe cuando por fin entendí que tenía que hacerlo. No serviría ningún puente de la ciudad. Aquello era un acto puro, algo que sólo me concernía a mí. Era mi libertad, tras tantos años de secreto deseo. Si alguien más lo contemplaba la ilusión se rompería. Además podrían tratar de detenerme; no serían capaces de soportar que yo cumpliese mi sueño, el sueño de todos. Así que decidí que debía ser en un sitio íntimo en el que sólo me contemplase el cielo, envidioso de mi suerte. Y así llegué hasta el puente, perdido entre aquellas altas cordilleras en las que el único sonido que perturbaba su místico silencio eran los ecos de mis torpes pasos a través de sus sendas. Notaba cómo mi vida volvía a mi cuerpo, recorriéndolo con su dulce esencia una vez más, mientras aseguraba la firme pero flexible cuerda, primero a la madera de la barandilla y después entorno a mi cuerpo. Dieciocho años. Por primera vez desde que los alcanzara la semana anterior, me sentía en ellos. El peso que me encorvaba el alma se había aligerado, casi desaparecido. Todo mi cuerpo me pedía que lo hiciera, que terminara con la eterna espera. Con una calma ceremoniosa, me coloqué sobre la barandilla. El viento soplaba con furia a mi alrededor, y temí caer. Pero me mantuve firme. No debía ser así, nunca un accidente. Lo había planeado durante años, visualizando cada movimiento: debía ser perfecto. Sonreí para mí, y vi cómo mi libertad me respondía con un sonoro silbido mientras otra fría brisa jugueteaba con mis cabellos, haciéndolos bailar al son de su inaudible música. Allí estaba, al fondo del valle, a un único paso. Pero aquel era el más difícil de todos, mucho más que recorrer los angostos senderos de la sierra arrullada por las estrellas. Era el último. Inspiré hondo y dejé que el fresco aire de la mañana inundara mis pulmones, tratando a mi cuerpo como un bálsamo. Mis dedos dejaron de temblar, y mi corazón se relajó. Estaba lista. Cerré los ojos, levanté los brazos formando una cruz, y me incliné hacia delante, dejándome caer.

Una sensación de vértigo se apoderó de mi estómago cuando mi cuerpo se desequilibró inevitablemente y me precipitó al fondo del abismo, hacia el valle. Noté cómo el aire se rasgaba mientras descendía a una velocidad escalofriante. La adrenalina se disparó en mi cuerpo, recorriendo cada célula de mi piel como una fuerte descarga eléctrica. Me sentía capaz de todo, viva. Trataba de mantener los ojos abiertos, pero la violencia del viento me obligaba a cerrarlos y empujaba mis brazos, firmemente posicionados a los lados del cuerpo, desplegados como si fuesen alas. Las alas de la libertad. Dejé que ésta me impregnara, sabedora de que tal vez nunca más volvería a sentirla tan salvaje, tan pura. Volaba. Mi cuerpo, que caía exento de las ataduras de la tierra. Y mi mente, evadida del mundo en una orgía de excitación y terror. Noté, sin verlo, cómo el suelo se aproximaba cada vez más a mí, y me sentí como un halcón que se lanza en picado, desafiando el miedo, hacia su presa. El rey de los cielos. Sonreí interiormente, mientras recorría los últimos metros de mi descenso. Yo ya había alcanzado mi presa, mi sueño: liberarme de las últimas cadenas de los hombres, cruzar el límite y volar.

La cuerda se tensó y noté cómo exhalaba en un golpe seco el poco aire que quedaba en mis pulmones. Agotada, me rendí a su suave vaivén, cada vez más tenue, hasta que por fin quedé colgada bocabajo a varios metros del suelo. Con cuidado, sujetándome a la cuerda, me incorporé, liberé mi tobillo y me impulsé, aún cogida a ella, hacia el suelo, hasta llegar a una altura suficientemente baja como para saltar.

Mis pies volvieron a tocar la tierra y mi cuerpo volvió a encadenarse a la vida de los hombres. Pero ahora todo era distinto. Había cruzado el límite, nada me impedía volver a vivir. Aunque yo hubiese vuelto a la cárcel de la humanidad, en mi alma aún perduraba el delicioso sabor de la libertad, el sueño de los sueños, el cielo de los hombres, el placer de volar.