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Capítulo 1: La Misión del Mercader
Maldijo al duelista como marinero después ser dejado por su tripulación. Lo maldijo por ser un irresponsable, un embustero y un desconsiderado, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para estar holgazaneando en la calle casi medio día. “¡¿Qué se cree él?!” Pensó molesto. “Volveré en una hora, me dijo. No se preocupe que conseguiré refuerzos, me dijo”.
De la boca de Ángel, paladín aprendiz de la Sagrada Orden de Hima-Ru, comenzaron a salir blasfemias proferidas hacía Andrés tanto en la lengua común como en el dialecto caribeano oriental. Los transeúntes de la Plaza de Vaglia que estaban cerca quedaron anonadados por la escena casi tan paradójica de un paladín con tanta falta de decoro. El uniforme blanco con detalles en dorado, las charreteras de los hombros del mismo color con la heráldica de la orden cosida delataban su afiliación. Una anciana cubrió las orejas de un pequeño niño que iba con ella, el muchacho abrió los ojos como platos, mas por asombro que por disgusto; un grupo de jóvenes damas de aspecto pudiente y llevaron casi al mismo tiempo su manos por la impresión. El bochorno iba de la mano con la vergüenza para el irritado paladín que caminaba dando fuertes pisotones rodeando la fuente de dos pisos de alto en el centro de la plaza.
“Ya se lo digo Manuela, de todas las personas que hubiera esperado encontrarme en Pampania, usted era una de las últimas”. Andrés pasó su mano por su sombrero vueltiao, una prenda que parecía haber vivido mejores tiempos pero que seguía conservando por alguna razón. En sus pantalones llevaban dos fundas para sus mosquetones de rueda. Un poncho marrón para resguardar del frío… y para ocultar conveniente una carabina de percutor. Apresuró el paso, haberse encontrado a la maga cerca del distrito del lirio fue una agradable sorpresa en compensaba la difícil estadía en el sur del continente, aunque ya se había tardado bastante, su amigo debía estar preocupado por él. “Me alegro de haberte encontrado aquí”. Se apresuró en decir algo más. “Bueno, no me malentienda”.
“Nunca lo he hecho”. Dijo con disimulado sarcasmo aquella mujer de ojos y cabellos cafés, la corta cabellera estaba cubierta con un sombrero que, a diferencia del de Andrés, era un sombrero huaso de color negro adornado con un hilo rojo alrededor de la base.
“Seguro”. Respondió pagándole con la misma moneda. “Pero en serio, gracias por hacerme el favor con esta misión. Ya me estaba por contratar a un mago en el distrito del lirio, eso nos hubiese costado nuestro pasaje de vuelta”.
“Ejem” La hechicera se detuvo, removió de sus labios su pipa, exhaló el humo y apuntó al duelista con el dedo índice. "Acuérdate que vai a tener que pagarme con la tercera parte de la recompensa, que no se te olvide.
“No se preocupe, no lo haré”.
“Seguro”.
Ambos continuaron andando hacia su destino, indiferentes a la gente y animales de carga que transitaban, el buhonero que desmontaba su puesto de frutas, los dos centinelas que interrogaban a un medio-orco cerca de un callejón, o al borracho que echaban desde la taberna, solo para que murmurase un hechizo que hizo que se teletransportara detrás del tabernero, para la sorpresa del último.
Llegaron a la Plaza de Vaglia en poco tiempo, a diferencia de la calle de la que salieron, los negocios eran todos de comerciantes ambulantes. En un solo lugar coexistían pescadores, verduleros, adivinos, predicadores, barberos, joyeros, zapateros, y un vendedor de pócimas y elixires con la apariencia de un estafador. Andrés buscó entre los puestos al paladín sin éxito, temía que se haya ido a buscarlo. Debía ubicarlo rápidamente. Pero entre la cacofonía de la plaza los dos oyeron algo que resaltaba del resto, eran como unos quejidos de un hombre que se iban volviendo cada vez más audibles a medida que se acercaban a la fuente. Las exclamaciones cobraron sentido, eran unos insultos en lengua común y caribiano que parecía hacer una referencia despectiva a las partes privadas de la madre de alguien. Ya no tuvo que buscar a Ángel; apuró el paso. Manuela le preguntaba que pasaba sin recibir respuesta alguna.
“Ya cálmese hombre.” Le espetó Andrés mientras se iba acercando a su iracundo compañero. “No somos cirqueros para andar de payasos”.
Aquella que payaso lo asimiló el paladín tan bien que educadamente le respondió a su compañero en armas. “¡Púdrete! Pedazo de…”. Antes de que pudiera terminar de decirle que era un pedazo de pastel de chocolate, se fijó en la persona que estaba detrás de Andrés.
El duelista se apartó para que el profano paladín pudiera ver a la nueva miembro de la compañía. “Traje refuerzos”. Dijo Andrés sonriente.
Don Pandolfo Galbatea, un acaudalado mercader y jefe de la familia Galbatea había oído de la llegada de un grupo de aventureros a la ciudad hace unos cuantos días. Les había ordenado a sus sirvientes para que los contactaran y los trajeran a su mansión, quienes no tuvieron problema para convencerlos después de informarles sobre la cuantiosa recompensa que ofrecía su patrono. En comparación con las demás familias mercaderes de la urbe, los Galbatea eran humildes en cuanto a sus riquezas y prestigio, esto se reflejaba en la pequeña casa estilo tudor de dos pisos de alto con recibidor, cocina, comedor, sala de estar, jardín delantero y trasero, estudio principal para contabilizar los negocios de la familia y otro privado donde se dedicaba al fino pasatiempo de la astronomía. Una sala de baños con capacidad para veinte personas. Una bodega de vinos y ocho habitaciones incluyendo las de su ama de llaves, una mujer de avanzada edad, grande tanto en altura como en anchura, y risueña como rasgo más resaltante de su personalidad.
Andrés y Ángel entraron a la casa, un tanto impresionados por la opulenta decoración. Don Galbatea los esperaba a los pies de la escalera principal que llevaba al segundo piso.
“¡Oh, gracias a Los Creadores que llegaron!” Les dijo con sincera alegría y con los brazos abiertos aquel hombre de cabellos canosos que vestía una casaca azul oscuro con encajes blancos, botones e hilos de plata, unos zapatos de cuero negro con hebillas de bronce, y un tricornio también en azul. Abrazó a cada uno y les dio un beso en cada mejilla, una costumbre bastante difundida en Pampania y la cual al dúo le había resultado complicado adaptarse o entender.
“Deben ayudarme, estoy en un predicamento y son los únicos aventureros aquí”. Hablaba despacio como si necesitara esforzarse para mover los labios. “Vengan, les contaré todo en mi oficina”.
El viejo mercader se dirigió acompañado con Andrés y Ángel al estudio del primer piso. Al igual que el recibidor, la familia no pareció haber escatimado en gastos. Lo que más les llamó la atención de aquella habitación era una chimenea con bordes en forma de soles tallados en piedra, encima estaban unas estatuillas hechas de porcelana de varios animales comunes de la región sureña de los Cuatro Reinos; el Mamut nativo del lejano sur, el caimán gigante habitante de los pantanos, y el gato montés de las estepas meridionales, poco más grandes que un gato doméstico pero que cazan en grupos de más de diez. En el centro yacía un escritorio robusto hecho de madera de ébano acompañada de una balanza, un libro grande encuadernado en rojo y un tintero hecho de cristal con un juego de tres plumas, cada una más grande que la otra.
“Tomen asiento mis señores aventureros”. Dijo cortésmente Don Galbatea mientras señalaba dos sillas gemelas, igual de oscuras que el escritorio aunque no tan imponentes como la silla del anciano mercader. Éste suspiró de desdicha y prosiguió. “No tenía a nadie a quien acudir. La guardia de la ciudad no puede ayudarme”.
“Nosotros lo ayudaremos Don Galbatea.”. Dijo el paladín.
“Una vez que firme el contrato de misión”. Recalcó el duelista.
“Por supuesto. Es una lástima que la Compañía del Sur o los Pacificadores no se encontrasen en la ciudad, pero estoy dispuesto a confiar en una compañía novicia.”
“Pero nosotros no somos novicios”. Contestó Andrés. “Hasta tenemos una recomendación del Arzobispo de Galena”.
“Oh, discúlpenme entonces caballeros, es que nunca oí hablar de ustedes. Aunque yo pensaba que las bandas de aventureros eran de por lo menos cuatro personas, ¿entonces por qué solo son dos?”.
“Bueno…” Respondió Andrés mientras pensaba en una excusa creíble. Es que nuestros compañeros no vinieron porque… porque están enfermos”.
“Si si, estuvimos luchando contra unos duendes, y tenían armas ponzoñosas”. Continuó Ángel con la farsa. “Pero ya están con buena salud y listos para salir mañana al amanecer”.
“¿Mañana?” Le preguntó extrañado el duelista por esa respuesta, ya que les complicaría conseguir a sus otros dos compañeros inexistentes.
El mercader se adelantó en replicar antes que Ángel. “Mañana es perfecto. Entre más pronto se pongan manos a la obra mejor” Sonrió ampliamente, pero en su mirada todavía había angustia.
“Su sirviente nos habló acerca de recuperar unas mercancías robadas a usted”. Indicó el paladín.
“Si por eso, pero necesito contarles lo que me pasó porque no son solo unas mercancías lo que deben recuperar”. Se aclaró la garganta y prosiguió. “Regresaba de un viaje hacia las montañas en la frontera con Andinia comerciando con distintas mercancías como sal, miel, telas, y… herramientas metálicas variadas como tenazas, cuchillos, escudos y esas cosas.
“Armas”. Mencionó a secas Andrés, su rostro no mostraba emoción alguna.
“Si eso, supongo que sabrán que esos son artículos con mucha demanda entre los pueblos de Andinia. Después adquirí de esos montañeses un cargamento de tintes, especias, lirio en bruto y una caja de varitas mágicas, todo al mejor precio. Luego de realizar el trayecto descendiendo hacía los valles, alquilé una barcaza. Navegué río abajo por una semana hasta llegar Bastos, un caserío a orillas del Intina, tuve que parar allí porque hasta hace cinco días estamos en guerra contra la República de San Adelfonso por segunda vez este año y sus navíos de guerra bloqueaban parte del delta del Intina, abordando cualquier barco que sospechasen que se dirigiera a Puerto Plata, dije hasta hace cinco días porque el día en que tomé la mala decisión de quedarme en ese caserío ya habían declarado una tregua, para mi mala fortuna.”
El viejo mercader hizo una pausa antes de continuar con su relato. “Desde el caserío continué mi camino en dirección a la ciudad, todavía fastidiado por el bloqueo naval. Aunque no estaba preocupado, estaba a un día de distancia de Puerto Blanco y en esa parte siempre había patrullas y torres de vigilancia, o al menos eso pensaba. Al mediodía me detuve porque uno de los caballos comenzó a caminar raro y a relinchar, me bajé de la carreta junto con uno de mis guardaespaldas para ver que le sucedía al animal. Lo que vi me sorprendió, había un hilo de sangre que iba hasta la parte trasera de la carreta, en su pata delantera derecha tenía clavado un dardo y comenzaba a formarse un diminuto charco de sangre. No pasó mucho tiempo antes de que el caballo se desmayara, luego oí un fuerte ruido detrás del vagón, fui rápidamente hasta allí y encontré tirado en el suelo a mi segundo escolta con un dardo enterrado en su cuello. Antes de que pudiera reaccionar, aparecieron ellos”.
“De los arbustos en ambos lados de la carretera aparecieron un grupo de nueve orcos. Me preparé para sacar mi daga. Pero Otón, mi otro guardaespaldas, puso su mano en la empuñadura de su maza. Los orcos nos rodearon, pero no nos atacaron sino que caminaron hacía la carreta. Otón me dijo que no parecían dispuestos a atacarnos, que a lo mejor solo querían las mercancías y que si no oponíamos resistencia nos dejarían con vida. Uno de ellos, con un casco puntiagudo con una trenza negra sobresaliendo de la punta, me señalo y me dijo que entregara todas mis cosas y que tirase la daga al piso. Gritó a algunos algo que no entendí mientras señalaba el caballo que me quedaba, después de eso comenzaron a quitarle las ataduras y quedó libre. El rostro de Don Galbatea reflejó una mezcla de miedo y sorpresa. “Después…”.
“¿Qué pasó después?” Preguntó Andrés, que ahora comenzaba a preocuparse genuinamente por el anciano mercader.
“Aún intento digerir lo que pasó”. Soltó una bocanada de aire antes de continuar. “Intentaré ser breve con lo que les diré… Esto no debe saberlo nadie excepto ustedes y yo”. El estudio estuvo en silencio por unos instantes donde solo se pudo oír el viento que mecía las hojas de un árbol en el patio trasero, y el crujir de la madera quemándose en la chimenea.
“En mis viajes a Andinia me encontré a un muy querido amigo mío. Me pidió que le hiciese un favor importante, debía llevarme un paquete de su parte a mi regreso a Puerto Plata. Una vez que llegase se pondría en contacto conmigo una persona que respondería al nombre de Varner. Cuando le pregunté sobre el contenido, me dijo que era un secreto, me dijo que confiara en él pero que debía llegar a las manos de ese Varner lo más pronto posible. Le respondí que le haría favor, pese a mis reservas. Era una caja bastante pequeña, estaba envuelta en papel viejo atado con hilo de estambre. Me hizo jurar que no abriera la caja por ningún motivo y que bajo ninguna circunstancia no le dijera a nadie lo que llevaba conmigo, ni siquiera a mis guardaespaldas, es por eso que cuando aquel orco me pidió la caja, me quedé pasmado. ¿Cómo sabía que cargaba?”.
“Salvó su vida, sino lo hubiera hecho nadie sabría lo que pasó”. Ángel intentó reconfortarlo.
“Es cierto, si”. Otón comenzó a gritarle cosas sin sentido, parecía bastante enojado, debió haber sido bastante desagradable porque aquella bestia le gritó enseguida, mi guardaespaldas intentó sacar su estoque pero uno le golpeó con el pomo de su garrote y cayó en el suelo. Saqué la caja donde la había guardado en secreto y se la entregué al orco que golpeó a Otón. Aquel se quedó mirándome unos instantes, luego a la caja. Me dijo en una rústica lengua común que me montara en mi caballo y me que me fuera allí o me matarían”.
“Recuperaremos sus pertenencias, tiene nuestra palabra”. Andrés abrió su bolso de dónde sacó de una capsula un rollo de papel, lo enderezó y se lo dio a Don Galbatea, quien procedió a leerlo.
“Contrato de misión de la Compañía Aventurera Sacro-Asombrosa. Que nombre más peculiar”. Don Galbatea sacó de uno de los cajones de su escritorio una lupa y comenzó a leer el contrato de pies a cabeza, algo bastante común tanto entre las personas de su oficio como en las personas educadas con sentido común. Pasado un tiempo el anciano mercader tomó una de las plumas y la mojó en tinta negra, firmando el documento. “Confío en que recuperarán las mercancías robadas y la caja. Quiero discreción con lo último. ¿Entendido?”.
“Entendido”. Dijeron los aventureros al mismo tiempo. Comenzaron a firmar el contrato, su primer contrato oficial. Los tres hombres se levantaron de sus asientos, se despidieron con un apretón de manos el contratante y los contratados, se dieron unas palabras de cortesía, y el primero acompañó a los últimos a la salida.
Ya entando afuera de la mansión Galbatea el dúo caminó en dirección a la posada donde se alojaron todo el viaje. El sol ya se estaba poniendo en el horizonte y el cielo estaba pintado de un tono anaranjado que se iba volviendo lentamente azul oscuro.
“Conseguimos nuestro primer contrato, ahora solo tenemos que completarlo y reclamar los mil reales para poder regresar a Caribia”. Ángel se volteó para mirar al duelista esperando una respuesta, quien se encontraba pensativo en su propio mundo. “¿Andrés? Oye, Andrés”.
“¿Qué?”.
“¿Qué te pasa?”.
“Estuve pensando…”.
“Vaya sorpresa”.
“¿No es que los paladines deben ser amables con el prójimo?”.
“Sólo dime que estabas pensando”.
Hubo un silencio de unos pocos segundos antes de que el duelista respondiera. “¿No ha pensado que Don Pandolfo no nos contó completamente lo que pasó en sus viajes? No creo que nos haya mentido, pero como que a ese cuento le faltan unas páginas”.
“Bueno, él no sabía que habían más páginas”.
“¿Qué quiere decir?”.
“Él no sabía el contenido de la caj… de eso que tú sabes, por eso desconocía el valor real de lo que cargaba. Puede que sea una joya”.
“¿Una joya? ¿Para qué un orco querría una joya? No lo va a volver más bonito. Lo que más les gusta robar son alimentos, armas y… objetos mágicos”.
Andrés abrió sus ojos como platos. Ángel no se quedó atrás.
“¿Y si es el objeto que nos ordenaron buscar?”. Dijo Ángel todavía conservando la cara de sorpresa en su cara.
“Sería una coincidencia bastante conveniente. Muy conveniente. ¿Cómo pudieron saber en Galenia que la caja la moverían de Andinia a Pampania?”.
“No sabría decirte”.
“Por supuesto que no. Ni los mejores adivinos lo hubiesen podido adivinar algo tan concreto”.
De la sorpresa pasaron a la desilusión. Ángel continuó la charla. “Hablando de magia, si esos orcos tomaron un objeto mágico, suponiendo que sea eso lo que esté adentro de la caja, entonces necesitaríamos la ayuda de un mago”.
“Cierto. Puedo ir mañana al Distrito del Lirio y contratar a un mago. Usted puede comprar las pociones y elixires que necesitaremos para la misión”.
“Está bien, pero contratar a un mago nos costarán mucha plata”.
“No tenemos otra opción”.
Cuando llegaron a la Posada El Marinero sin Copas ya la noche había caído en la ciudad. Le pidieron al posadero, quien también era cocinero y tabernero, una cena que consistía en chorizos de cerdo y res, pan blanco de ayer demasiado duro, mantequilla y dos pintas de cerveza. La charla fue relativamente corta y sin interés y continuó así hasta llegar a su habitación. Ángel se tiró en su cama y soltó largo respingo por tan largo día.
“¡¿Le contaste todo?!”. El paladín exclamó ante la falta de compromiso de su compañero.
“Claro que le conté todo, ella es parte del grupo ahora. Y es de confianza”. Añadió el duelista.
“No hablen de mí como si nos estuviera aquí, por favor”. La maga los interrumpió, miró seriamente al paladín. “Era necesario que yo supiese si había asuntos de naturaleza mágica en esta misión, o sino como quieren que los proteja.
Ángel reconoció que Manuela tenía razón, todavía seguía molesto por el incidente de la mañana y por enterarse de que la maga quería la tercera parte de la recompensa. Pero ya nada de eso importaba,
“Si nos movemos ahora llegaremos mañana en la mañana”. Recalcó Manuela
El sol se encontraba en su punto más alto del día, comenzaba el verano en el continente y el calor comenzaba a sentirse en el ambiente. El grupo se alejaba de la ciudad por la entrada occidental. Andrés giró su cabeza para ver a Puerto Plata, quizás sea la última vez que la viese, pues tenía un mal presentimiento. Deseaba con ansias estar equivocado.